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Siemprevivas

Buenos días.

Hace unos días nos llegó una gran noticia para las integrantes de No Somos Musas. No me voy a extender ahora, pero en resumen que he tenido que escribir un relato a toda velocidad (y me queda otro). Pero creo que es bastante bonito así que lo dejo por aquí para vosotros!!



Siemprevivas 

El cuadro se movió. No me refiero a que alguien lo cambiase de sitio. Tampoco a que una ráfaga de viento lo torciese. Fue la pintura la que comenzó a cambiar y la figura formada por manchas de colores la que estiró los brazos como si estuvieran entumecidos. Era la cuarta vez que iba a trabajar a esa casa y nunca antes lo había hecho. Mi primer impulso fue correr, dejar todos los utensilios de limpieza ahí y huir. Sin embargo mis piernas decidieron, por sí mismas, que iban a quedarse paradas. Luego pensé en decírselo a la señora Medina, dueña de la casa, una anciana solitaria a la que solo había visto una vez. Pero bastante tenía con cumplir servicios a la comunidad como para que encima me tachasen de no tenerlas todas conmigo.
            Mientras yo me maldecía, la joven del cuadro seguía con su propio baile. Su posición original era la de estar sentada en un columpio, con la cabeza agachada y un sombreo de paja que no dejaba ver su rostro. Ahora tenía la mirada alta, parecía escrutarme con sus ojos de pintura acrílica. Había soltado las cadenas a las que solía estar sujeta y me señalaba casi con descaro. Por primera vez me percaté de que en su regazo descansaba un cuaderno de tapas verdes.
            —¿Yo? —pregunté con elocuencia.
            Me sentí ridícula hablándole a ese conjunto de manchas pero ella asintió. Volvió a mover el brazo desviándolo de mi cara a la pared que tenía detrás. Me giré para comprobar que lo que señalaba ahora era un plano antiguo. Estaba enmarcado y parecía tener más valor sentimental que económico. “Municipio de El Robledal” rezaba el título. De nuevo la miré a ella, había levantado el cuaderno para enseñármelo. Incluso en el dibujo se apreciaban los bordes desgastados de las cubiertas.
            —¿Ese cuaderno esta en El Robledal? —Ella movió la cabeza de arriba abajo —. ¿Y quieres que te lo traiga?
            Otra afirmación, esta vez juntando las manos a modo de petición. Sin acabar de entender que estaba pasando miré el plano de El Robledal. Después el cuadro no se movió otra vez. La joven volvía a estar con la cabeza escondida y los brazos agarrados al columpio, intentando no caer. Rodeada de rosas y siemprevivas de la misma pintura que ella.
            Pese a que me intenté convencer de que aquello había sido una fantasía producto del aburrimiento a la mañana siguiente iba camino de El Robledal. Era un domingo caluroso en ese pueblo tan pequeño que parecía de juguete. Escuchaba la respiración sofocada de los pocos habitantes que se resistían a marcharse y el ruido metálico de los instrumentos de cocina. Había numerosas placas repartidas por sus moribundas calles, explicaban los estragos que la guerra había hecho allí. Leí las dos primeras, las demás las dejé para otra ocasión. Me costó saber que había llegado a mi destino hasta que reconocí el columpio del jardín. El naranja del óxido carcomía la poca pintura que quedaba en él. El asiento roto colgaba inerte de una de las cadenas. Ya no quedaban rosas ni siemprevivas. Solo arena de recuerdos.
            Pregunté a un hombre que paseaba junto a un perro minúsculo por quién vivía ahí. Y aunque me lo imaginaba, no pude ocultar mi decepción cuando me dijo que llevaba años abandonada. Antes había estado habitada por dos jóvenes artistas, pero nadie había vuelto a saber de ellas. Podría haberme ido en ese momento. Sin embargo, recordé los ojos de pintura de la chica y sus manos juntas. Tenía que encontrar el cuaderno verde.
            La puerta chilló dolorosamente cuando la forcé a abrirse. El polvo y las arañas gobernaban en el interior de aquella vivienda. No era muy grande pero sí estaba muy oscura. Saqué el teléfono para poder guiarme con su linterna y para ahuyentar a los fantasmas, que muy probablemente vivían ahí. Había armarios y estanterías de madera ennegrecida por humedades y el cadáver de una rata en el sillón. Casi no podía respirar y los ojos me lloraban. Maldije mi alergia. Concentré todos mis esfuerzos en buscar el cuaderno y no hacer compañía a la rata, ella había escogido el mejor sitio para morirse.
            En el piso de arriba solamente había una habitación. La colcha que cubría la cama tenía los bultos propios de algo escondiéndose bajo ella. Deseé con todo mi corazón no descubrir qué era. Luego lo olvidé por completo. Esa manta era lo menos interesante que se ocultaba allí. Caballetes, botes de pintura secos, pinceles… Y en la esquina, dormido y olvidado, un hermoso piano de pared. Me quedé mirándolo, casi tan petrificada como cuando el cuadro cobró vida. Esperaba que empezase a sonar por sí mismo, que las teclas fueran pulsadas por una mano invisible y naciera una hermosa melodía. Pero eso no pasó. Los segundos de angustioso silencio entre el instrumento y la invasora siguieron acumulándose como el polvo en sus teclas. Bajé la vista, estaba segura de que en el taburete del piano habría otra rata, pero me volví a equivocar. Estaba el cuaderno. Incluso con el gris de la suciedad era tan verde como en el cuadro, con las tapas más desgastadas. Lo cogí con miedo de que pudiese desintegrarse entre mis dedos. Pero aunque viejo, él también se resistía a morir del todo, como el pueblo, no como la rata.
Pensé en la chica del cuadro. ¿Qué sería lo que quería hacer él? Mi imaginación empezó a navegar por las posibilidades mientras mis pies me llevaban hacia la parada del autobús.
No me separé del cuaderno hasta que volví a la casa de la señora Medina. La sensación de tenerlo entre las manos era igual a la que debía producir encontrar un tesoro. La imagen de mi misma de niña, jugando a ser una exploradora, vino varias veces durante esas horas.
Llamé a la puerta. Como siempre, me abrió su sobrino que se iba a trabajar. Dejé mi mochila en la entrada y antes de ponerme a trabajar me dirigí a la sala del cuadro. Allí estaba la joven, en su columpio, con la cabeza agachada, mirándose los pies. No sabía que hacer para indicarle que había llegado y mi única idea fue fingir una tos. Y debió funcionar, la pintura cobró vida de nuevo. Levantó el rostro y me miró de arriba abajo. La pintura que decoraba sus labios se curvó al comprobar que llevaba conmigo el cuaderno de tapas verdes. Levantó el suyo al igual que había hecho cuando me lo quiso mostrar por primera vez. Lo abrió por la parte de atrás y me miró expectante a que hiciera lo mismo. Las hojas estaban arrugadas y apelmazadas. Un sobre amarillento cayó al suelo al ser liberado, por un segundo creí que era un pájaro que escapaba. Me agaché para cogerlo. Algo me decía que ese sobre, rígido por el paso de los años, era lo que tanto quería la mujer del columpio. Ella me miraba fijamente, supe que quería que lo abriese.
Dentro había recuerdos. En forma de fotografía, de carta y de partitura. Los miré uno por uno empezando por el retrato. Eran dos chicas, a una la conocía, era la joven de pintura. Llevaba el mismo sombrero de paja y una amplia sonrisa que curvaba sus ojos. Junto a ella otra joven agarraba su mano, la imagen era en blanco y negro pero se intuía una melena mucho más clara, puede que rubia o dorada. Parecía compartir su felicidad. Y  parecía haber finalizado una obra de arte. Tenía la ropa llena de manchas y sus ojos brillaban con orgullo.
Fui a leer la carta, pero me pareció de mala educación. Me centré en la partitura. No era una pieza compleja, ni era la única. El cuaderno entero estaba lleno de canciones.
Volví al cuadro. La chica estaba señalando algo y no necesité darme la vuelta. Ya había limpiado varias veces ese piano como para saber cuál era su posición. Quería que tocase la canción. Y yo accedí, aunque nunca se me dio muy bien y apenas recordaba la posición de las notas. Respiré hondo antes de poner mis dedos en las teclas. Una canción de cuna llenó la casa. Cada corchea que salía de las cuerdas era una historia completa. Cada compás hacía que me relajase y que el siguiente sonase mejor. Pronto me olvide de que tenía que trabajar, solo quería seguir tocando aquella bella melodía que sonaba a café y tostadas. Era magia, más que el hecho de que un cuadro se moviese. Era magia.
—¿Cómo conoces esa canción?
Paré de tocar en seco, algo asustada me di la vuelta. La señora Medina había salido de su habitación. La mujer con la que apenas había hablado dos veces ahora me observaba con ojos brillantes. Lágrimas que eran otra forma de los recuerdos, como las fotografías y las cartas. Yo no contesté a su pregunta. Me limité a darle el cuaderno que se resistía a morir del todo. Mientras ella lo miraba todo yo le conté cómo lo había encontrado. Su rostro mostraba sorpresa, pero no miedo de que la pintura de la pared tuviese vida. Era muy guapa, bajo los años todavía se veía el rostro de la joven de mirada orgullosa que habitaba en la fotografía.
Leí la carta en voz alta porque ella era incapaz de ver bien las borrosas letras que surcaban el papel.

Mi querida Nieves:
Sé que han pasado demasiados años. Sé que no debí desaparecer. Pero por aquel entonces parecía lo mejor. Si me quedaba contigo las dos estaríamos en peligro. A la guerra le dábamos tanto miedo que no nos hubieran dejado con vida. Le daba miedo nuestro arte, nuestra libertad y nuestro amor. A mí la guerra no me asustaba, pero sí la idea de que a ti te pasase algo. Perdí mucho al irme, estuve cerca de morir muchas veces. Pero me resistí pensando en ti, en si me recordabas o ya te habías olvidado de mí.
Hoy, por fin, vuelvo a El Robledal. Y aunque ya no estés aquí este siempre será mi hogar lleno de tus recuerdos.
Queriéndote siempre.
                                                                                                          Candela.

No hablamos más. La señora Medina solo pudo llorar y yo solo pude acompañarla. Luego me marché a casa. No hablamos más, ni nos vimos más… Fue como si yo hubiese cogido una salida en la autopista y ella hubiese seguido el camino recto. Hasta empecé a pensar que todo eso había sido un largo sueño demasiado realista.
Unos meses después su sobrino llamó a mi puerta. Me contó que su tía había fallecido hacía unas semanas. No sufrió, fue rápido y mientras dormía. Pero parecía que sabía que iba a pasar porque sobre su mesa había una nota en la que decía que deseaba que yo me quedase con el cuadro del salón.
Lo miré. No se movía. Pero la joven del sombrero de paja ya no estaba sola. No agachaba la cabeza, ni se agarraba lánguida en el columpio. Ahora estaba en pie junto a otra joven de cabellos pelirrojos. Mirándose ambas, entrelazando sus manos, sonriendo. Rodeadas de rosas y siemprevivas.
Resistiéndose a morir del todo.

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