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Velankett

¡Hola de nuevo! Pues ya estamos aquí otra vez. Os traigo el segundo relato que leí en No Somos Musas. Este si que lo leí yo.

Si adaptar Humo fue difícil porque era un fragmento de un capítulo, ¡este ya ni os lo cuento! Porque en este caso resumí todo un capítulo de unas 10.000 palabras en 1.400. Para ser concretos es el capítulo 15 de Reminiscencia. O sea hay algún spoiler pero en realidad no demasiado, Velankett es una historia dentro de la historia. Hay muchas cosas, nombres de las ciudades, de las organizaciones que obviamente serán confusos. Pero no podía explicarlo todo en 10 minutos.

Otro reto que me puse a mí misma fue cambiar el narrador. Ya que Reminiscencia está escrito en tercera persona omnisciente y este relato en primera persona testigo. Así que muchas cosas las tuve que cambiar. Para los que alguna vez hayáis tenido que aguantarme hablando de "Remi" el narrador es Maxwell. Fue un acierto meter dentro del libro una historia corta porque me ayudó mucho a darle profundidad al personaje.

¿Por qué elegí este relato? Porque Alyza eramos todas las que estábamos allí participando. Una personita que quiere cambiar el mundo con una única arma. Las palabras. Me parecía un buen momento para contar la historia de la escritora que empezó la revolución de Dochama. (Aparte de que Alyza y Maxwell son como preciosos.)

Bueno, aquí está este relato. ¡Espero que os guste!


Velankett

Alyza era despierta, inteligente y con un humor agudo. Pero sobre todo, sobre todas las cosas, era una guerrera. Medía poco más de metro y medio, todo su cuerpo gritaba que tenía hambre. Pisaba el hielo de Dochama con tanta fuerza que se rompía bajo sus pies. No poseía ningún tipo de conocimiento militar, tampoco sabía hacer magia. Pero podría haber liderado todo un ejército que la hubiese seguido a cualquier lugar. Porque ella tenía otro tipo de poder. El poder de pensar y el valor para decir. Cuestionarlo todo era para ella un proceso natural, tanto como respirar y más que comer.
Ella no lo sabía pero la revolución comenzó el día que cogió una pluma y apuntó unos versos. Encadenó sus pensamientos con belleza sin saber que alguien podría leerlos. Y como creía que sus palabras morirían tan pronto como ella ni si quiera se molestaba en guardarlas bien. Las regalaba a quienes quería agradecerle algo, aunque solo fuese una barra de pan. Pronto todos los vecinos de Varslo habían leído alguno de sus textos. En un país pobre, sin más entretenimiento que el de sobrevivir al frío, cualquier cosa que comentar era bienvenida. Sin que Alyza lo supiese sus poemas pasaban de mano en mano intercambiándose más rápido que las escasas monedas de Dochama.
            De un modo u otro sus palabras llegaron a las jóvenes y finas manos de la princesa. Manos que nunca habían conocido mayor esfuerzo que el de coger un tenedor de plata. Pero ella supo reconocer la fuerza de unas palabras escritas por alguien que rara vez usaba un tenedor del metal que fuese. Los reyes cedieron a los deseos de la niña y fue contratada como institutriz. Llegó una noche de ventisca y al hacerlo su cerebro se derritió gracias al confortable calor de la chimenea. Durante su primera cena comió tanto que le parecía que no volvería a tener la necesidad de hacerlo. Los demás trabajadores rieron, su menú no era nada en comparación con la que se le servía a la familia real. Alyza no era ni si quiera capaz de imaginar algo así. Era imposible que solo cuatro personas acumulasen más que el resto del país junto. Algo dentro de ella le dolió de un modo que no sería capaz de explicar nunca, ni si quiera en uno de sus poemas.
El primer día que nos cruzamos ella me saludó y yo pasé de largo. ¡Era el príncipe heredero! No pensaba molestarme en inclinar la cabeza ante la institutriz sin apellido de mi hermana menor. Sé que ella se quejó y que sus compañeros dijeron que era mejor ignorarme. Así somos los ricos. Entonces ninguno sabía que ella iba a cambiarlo.
—¡¿Se puede saber que pasa contigo, príncipe caprichoso?! —gritó cuando la ignoré por cuarta vez.
Todos los trabajadores asomaron la cabeza por las escaleras y contemplaron horrorizados lo que había hecho la nueva institutriz. Lo mejor que le podía pasar por hablar así a un miembro de la familia Roseblade era ser despedida de inmediato. Pero no se retractó. Permaneció parada, firme, mientras me giraba para mirarla por primera vez en mi vida.
—Deberíais respetarnos —continuó —. Sin nosotros los Roseblade no seríais nada. Lo tendréis todo pero no tenéis el derecho a tratarnos como si no existiésemos. Vosotros nos pagareis, pero nosotros os enseñamos, os cocinamos, os llevamos a vuestras citas… ¡Nos debéis dónde estáis!
Todos sabían que había terminado de enterrarse a sí misma, ella lo sabía. Yo notaba como sus piernas le temblaban por debajo de su gruesa falda. Pero aún así no podía dejar de hablar. Nadie estaba dispuesto a pararla. No querían meterse dentro de esa escena pues las consecuencias podían ser nefastas.
—Buenas tardes —dije fríamente. Todos los presentes se tambalearon a la vez —. ¿Está contenta ahora?
Alyza no contestó porque no estaba contenta. Decidió dejar de protestar con las palabras y hacerlo con un duro silencio. Solté una exagerada cantidad de aire por las fosas nasales y me volví a girar, confiando en no volverme a cruzar con ella. Pero no fue así.
No podría explicar por qué decidí que quería hablar con la institutriz sin apellido. Puede que sus palabras moviesen algún mecanismo dentro de mí que ni yo mismo conocía. Quería saber más de esa joven de ojos asimétricos e ideas de piedra. Quería oírla. Los debates duraron meses y los temas se iban modificando cada día. Nunca eran iguales pero siempre con un claro hilo que nos conducía a una nueva conclusión. Hablamos sobre las distintas razas de Inclán. Sobre la historia de Dochama y sobre la historia de los demás continentes. Analizamos todas y cada una de las batallas y todas y cada una de las decisiones que se habían tomado en ellas.
Solíamos tener puntos de vista bastante contradictorios, y no era de extrañar. Ciertamente nunca tuvimos la intención de ponernos de acuerdo. Discutir se convirtió casi en una afición que en ocasiones resultaba divertida.
—Creer que vas a conseguir ponerme en contra de mi propia clase social me parece muy ingenuo —dije un día.
 Recuerdo que la miraba sentado en lo alto de las escaleras de la biblioteca. Ella examinaba con detenimiento uno de los libros que usaría en sus próximas clases.
—Creer que puede existir justicia dentro de una jerarquía como la de este país sí que me parece muy ingenuo —contestó ella sin despegar la mirada de los versos de un poema.
—Me encanta cuando pones esa cara tan obstinada. Un día conseguirás que te bese. Pero no vas a lograr que deje de ser monárquico.
—Ninguna de las dos cosas es mi objetivo.
—Ten cuidado. Esa rebeldía puede ser tu perdición, pero también es tu mejor virtud. Voy a empezar a llamarte Velankett. Si tuvieses un apellido sería ese.
Me miró con media sonrisa. Media sonrisa y media mueca. Por un lado le gustó el apellido que había elegido para ella. Velanka era la palabra docheza con la que se conocía a las grandes revoluciones. Pero por el otro sentía que aceptarlo era una especie de traición a su gente. Que sería diluida por las monedas y la plata del palacio.
Tras la muerte del rey todo empezó a derrumbarse más de lo que ya lo hacía. La reina Iulia subió al trono. Poder y desesperación fueron una mala combinación. Culpó a la guerra de la pobreza de su país. Culpó a la pobreza de enfermedad de su marido. Culpó a las demás naciones de la guerra. Y pronto tuvo un enemigo. Algo que hacer. Una venganza que llevar a cabo. Fue cuando empezaron las ejecuciones. Cualquier contacto con el resto de Inclán quedó penado. Cualquier lazo con gente de otras razas fue prohibido. Los rasgos que denotaban un mestizaje fueron considerados casi pecados. Los trabajadores de palacio que no eran “docheces puros” fueron despedidos, entre ellos la institutriz sin apellido.
Al volver a Varslo mi compañera de debate escribió como si la vida se le fuese con la tinta. Como si al día siguiente fueran a prohibirlo también. No se limitó a sus poemas, escribió ensayos, relatos, diálogos… Resumió de diferentes modos todas las discusiones que habíamos mantenido. Cada mañana Varslo amanecía con un nuevo tema de conversación en la puerta. Firmados bajo el nombre de Velankett nadie podía identificar al autor o autora de tales aguijones de papel.
Iulia entró en cólera al escuchar la noticia y explotó al poder leer uno de esos famosos folletos que empapelaban la capital. Ordenó a La Paz que encontrasen al responsable y lo llevasen ante ella. Al ver mis palabras mezcladas con las de Alyza, supe que tenía que ir a avisarla. Si eran ciertos los rumores repartiría los textos por la noche, cuando todo el mundo dormía. Tenía que encontrarla antes de que lo hiciera La Paz. Creo que nunca un trineo había viajado tan rápido como lo hizo el mío.
No sé si fue por el frío o por el alivio de verla con vida, pero noté como unas lágrimas se congelaban en mis mejillas. Ella me miró incrédula y de algún modo adivinó la situación. Yo adiviné que había dejado de ser monárquico. Que la revolución había empezado.
Y ahora, que ella ya no está, vamos a cambiar la historia.


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