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Una luz nocturna

¡Buenos días! 

Os creíais que os habías librado de mí, pero no. He estado muy atareada escribiendo un relato para la llamada Antología Paraíso, un libro de cuentos de fantasía, terror y ci-fi... Bueno cuando salga ya os hablaré más de ella. Por ahora os dejo con el relato que he escrito. Las bases de la antología dicen que el relato no tenía por qué ser inedito así que aquí os lo dejo. Espero que os guste.


Una luz nocturna

Una noche un rayo de luna se quedó atrapado en el cristal de una ventana. Un hilo de luz se había enganchado en un clavo de la madera del marco y no pudo soltarse. Tiró como un cachorro asustado tira de su correa hasta hacerse daño. Era un rayo joven y estaba solo. Pasó miedo al pensar que nunca más podría volver a cruzar el umbral. No quería llorar, pero lo hizo. Sus sollozos eran como el sonido de un búho, para que los humanos no pudiesen reconocerle. Nadie se extrañaría de escucharlos igual que nadie le vería nunca allí perdido. Eso era lo que los rayos de luna adultos siempre le habían explicado. Él solo era un destello, un segundo en el que la luz cambia. Ningún humano podría saber jamás que estaba tirado en el suelo de su cuarto. Y nadie podría ayudarle. Pero, como casi todo lo que dicen los mayores, eso era mentira.
         —Me llamo Milo —dijo una vocecilla desde el otro lado de la habitación.
         A tientas una pequeña figura se acercó a la luz. Era imposible que alguien viese la verdadera forma de una luz, pero aquella criatura en pijama lo estaba haciendo. El rayo se asustó todavía más y se movió por el suelo olvidando que estaba enganchado. Volvió a ulular de dolor al sentir un fuerte tirón. El niño le siguió con los ojos. Él no parecía nervioso, es más, estaba preocupado por su extraño invitado. El destello apretó los párpados lo más fuerte que pudo, con la tonta idea de que la vista es siempre algo recíproco.
         —Me llamo Milo —repitió el humano.
         El rayo de luna abrió un ojo y luego el otro. Milo no le estaba viendo, porque Milo no veía nada. Sus pupilas estaban cubiertas con una fina tela blanquecina de su propia piel. No era la primera vez que el rayo se cruzaba con una persona ciega, ni tampoco con un niño. Pero sí era la primera ocasión en la que ambas cualidades se unían. Unía las gran capacidad de creer en las cosas imposibles y la de ver la luz. Para alguien que solamente puede distinguir entre sombras y algunos colores un destello, un segundo en el que la luz cambia, es algo evidente. Si ese alguien es un niño, además de evidente, es mágico.
         —¿Y tú como te llamas? —insistió.
         El rayo de luz le hubiese contestado que no tenía nombre, ninguno lo tiene. Pero él solo podía ulular de nuevo.
         —Vaya… Parece que no hablas mi idioma…
Milo estaba muy decepcionado por no comprender los sonidos de aquel destello. El rayo de luna también se apagó un poco. Ni si quiera él podría ayudarle a salir de ahí si no lograba hablar con él.
El niño alzó su pequeña mano para hacer lo que nunca ningún humano había logrado: acariciar una luz nocturna. Era suave, tan suave que apenas se sentía. El tacto era como el de tocar la niebla, cuando tu mano parece vacía y, sin embargo, sabes que hay algo. Era aterciopelado, pero no era cálido, porque era un rayo de luna no de sol. El rayo sintió un hormigueo en su brillante mejilla. Era tan agradable que casi ni recordaba que estaba atrapado. Nunca había visto un humano tan de cerca. Los había visto dormir, era un experto en párpados cerrados y en ronquidos. Pero nunca se había podido comprobar  lo mucho que cambia un rostro cuando abría los ojos.
El niño se acomodó en el suelo, parecía dispuesto a entablar una imposible conversación con una luz. Le contó que él vivía con su abuelo. Todo el mundo decía que era un hombre demasiado joven para tener un nieto de diez años. Al mismo tiempo, también decían que era demasiado mayor para cuidar a un niño ciego él solo. Milo no entendía a los adultos, ni como ambas cosas podían ser verdad a la vez. Solamente entendía que era feliz con su abuelo. La luz nocturna le escuchó con sus ojos de estrella muy abiertos. El abuelo era un cazador de pesadillas y al parecer desde que acabó la guerra había mucho trabajo. No había una noche en la que no tuviese que irse corriendo porque alguien había visto una. Las pesadillas eran monstruos feos, así los describió el pequeño humano. Se metían dentro de ti para hacerte daño mientras estabas dormido. Y por el día se escondían debajo de las camas, en la oscuridad, porque la luz es lo único que las asusta. Él solo había visto una que se había colado en su cuarto, pero su abuelo la ahuyentó.
Milo siguió hablando hasta que se quedó dormido junto al rayo de luna. Y en efecto su cara cambió completamente, ahora reconocía lo que siempre había visto. La rosada piel de unos párpados cerrados y una respiración pausada y rítmica. El niño emitía un ligero ronquido desde su garganta. Ese sonido terminó de relajar a la lucecilla. Se olvidó de que estaba enganchado hasta que empezó a amanecer. Nunca había visto el sol. Se suponía que el pequeño rayo debía viajar a otras partes del mundo. Aunque eran tantos que seguro que no le echarían de menos. Su única función era la de iluminar la noche y ulular. Y había miles, millones como él. Ningún humano se percataría de que faltaba una única luz de la noche.
—¡Buenos días! —saludó Milo.
Aunque ahora no podía saber si el rayo seguía ahí. A  la luz del sol quedaba completamente camuflado. Ululó para indicar que estaba donde le había dejado cuando cayó en el mundo de los sueños. La cara del niño se iluminó con ilusión, brillaba más que la suya propia. Ahora veía que sus mejillas estaban salpicadas por unas manchitas pardas que le recordaron a estrellas y constelaciones. De día era todavía más impactante para una luz que solo había visto las sombras de las personas dormidas. Era como abrir una puerta después de llevar toda la vida tan solo mirando por el ojo de la cerradura.
—Ahora voy a dar clases —explicó —. No te asustes. Va a venir mi maestra particular. La gente dice que yo no puedo ir al colegio como los otros niños… Porque no puedo leer…
Era la primera vez que la luz escuchaba la melancolía de la voz de un ser humano. Era tan parecido a su propio llanto de búho que le dolió. Debía sentirse solo, aislado en un mundo que no le sabía entender porque no quería hacerlo. Igual que no entendían su ulular nocturno.
Cuando llegó la institutriz el rayo de luz les observó desde su rincón. Y al día siguiente hizo lo mismo. Y el que le siguió… Había días en los que el reflejo era mejor alumno que Milo. Por la tarde y antes de dormir el niño humano le contaba sus aventuras imaginarias. Sin que lo supiera la luz nocturna le analizaba detenidamente. Desde la colocación de los labios a la vibración de la garganta. Así aprendió a imitar los raros sonidos que emitían los humanos. Empezó copiando lo que decía su anfitrión, y él, entusiasmado, le enseñó palabras. Poco a poco aprendieron a comunicarse de verdad. La voz de la luz nocturna era rara, engolada, pero dejaba una dulce vibración en el aire. Milo lo celebró, era la única persona de su edad con la que podía hablar, aunque ni siquiera fuera una persona de verdad.
Las semanas pasaban y la intensidad de la luz nocturna cambiaba junto a las fases de la luna. Una semana su brillo era tan intenso que deslumbraba al niño ciego. Pasados esos días, poco a poco, se iba apagando hasta ser casi un destello imperceptible. Hubo un momento en el que el hilo que unía al rayo de luna con el marco de la ventana se partió. Quedó libre, pero había pasado tantos días junto a Milo que no se imaginó volver a la aburrida y solitaria rutina de los rayos viajeros. Viendo pestañas cerradas y escuchando ronquidos. Era mucho más divertido seguir con su amigo. Estar liberado hizo que pudiese moverse por la casa, incluso ir a pasear con Milo.
Pero el rayo de luna no era el único que pasaba por fases más claras y fases más oscuras. El abuelo de Milo parecía sufrir el mismo efecto. Pero cada vez eran más normales las oscuras que las claras. Estaba nervioso porque el trabajo no parecía ir bien. Había una gran pesadilla rondando su pequeña ciudad. Y no sabía donde se escondía. Era una pesadilla especialmente escurridiza y ya llevaba años tras ella. Milo aseguraba que cuando fuese mayor él le ayudaría y juntos la encontrarían para encerrarla para siempre.
Pero eso no parecía que eso fuese a pasar a la hora de la verdad. Cada año que pasaba Milo se alejaba más y más de ese objetivo sustituyéndolo por la música. A la luz nocturna le parecía bien, aquella profesión era mucho más segura que andar por las noches cazando pesadillas. Además recordar de memoria cientos de canciones para que él pudiese tocarlas le parecía divertido. En el mundo de la luz lo más parecido a la música se produce cuando dos rayos hablan entre sí con su ulular de búho. Lo que hacía su amigo humano con las teclas del piano tenía que ser algún tipo de magia. Estaba convencido de que, al igual que su abuelo, él era un mago, solo que de un modo diferente, más bello y menos oscuro.
El tiempo pasaba casi sin que el rayo de luz de luna dejase de observar a Milo. Tenía una curiosidad casi científica por cómo las extremidades se alargaban, la cara cambiaba, el pelo crecía y aún así no perdía la energía de sus ojos despiertos sin funcionar. Parecía otra persona y también era evidente que era la misma. Con sus mismas pecas que al sonreír se modificaban en forma de media luna.
Normalmente su abuelo se iba después de la cena, pero eso era cada vez menos frecuente. Milo y el destello se habían acostumbrado a estar solos, lo cual era mejor para ellos. Milo creía que no necesitaba ninguna compañía más, él estaba bien, ni siquiera recordaba lo que era tener una pesadilla. Y eso era raro, más teniendo en cuenta de que las pesadillas atacaban especialmente a los familiares de quienes las cazaban. Pero a Milo no. Hacía años que no las padecía. Y por otro lado, cada vez era más difícil atraparlas. No tenía ni idea de donde podrían estar escondiéndose. Ya no era solo la Gran Pesadilla que llevaba años atacando a los ciudadanos, todas habían desaparecido. La gente se estaba inquietando. Milo insistía en ser optimista, pronto las cosas mejorarían. Pero su abuelo empezaba a pensar que el problema era que estaba demasiado viejo para eso.
—Si tu madre no hubiese muerto en la guerra… Ella podría haber continuado con la misión. —Solía lamentarse.
Milo pensó un segundo y desvió sus ojos por el vacío de luces y colores. Allí estaba el destello de luna como siempre, guardando silencio. Sabía que su amigo de luz le estaba mirando, de algún modo notaba como sus ojos de estrella se clavaban en él. No sabía si lo que iba a decir era una buena idea o si le iba a molestar. Pero no quería que el enfado del pueblo les afectara y la posibilidad de que aquello funcionase llevaba días rondándole la cabeza.
—¿Y si hubiera algún modo de asustarlas para que saliesen de su escondite?
—Si lo hubiese ya lo habría hecho. Lo único que es capaz de causarles miedo es la luz, y la luz no se puede atrapar de ningún modo, es incontrolable.
—¿Y si no fuese así? ¿Y si pudieses hablar con ella?
La luz nocturna miró a su compañero y luego miró al hombre adulto. De haber tenido un corazón se le habría parado. No podía creerse lo que Milo estaba a punto de hacer. Sus ojos lucieron mucho, tanto que hasta el abuelo de Milo se dio cuenta del cambio de iluminación, incluso siendo de día. La idea de ser descubierto por más humanos causó en el rayo tanto terror que no se percató de que su voz de búho había hablado.
—¡¿Qué haces?!
Milo y su abuelo giraron la cabeza hacia el sonido. La luz se llevó sus manos invisibles a la boca como si eso hiciese que las palabras retrocedieran hasta él para desaparecer.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el adulto levantándose de la silla tan rápido que la tiró.
La luz pasó la mirada del uno al otro frenéticamente, luego miró la ventana. A través del cristal brillaban sus primos los rayos de sol, anaranjados apunto de marcharse por el horizonte. Se movió rápido por las paredes y el techo hasta atravesar el cristal, deseando no volver a quedarse atrapado en el marco. Tuvo suerte y logró salir al exterior.
El abuelo de Milo le agarró por los hombros, este parecía asustado y en el límite del llanto.
—¿Qué es eso, Milo? ¡¿Quién ha hablado?!
—Una… una luz nocturna…
—¡¿Saben hablar?!
—Solo esa… Yo la enseñé. Es mi amiga.
—¡Es nuestra solución! Tengo que encontrarla.
Milo no pudo articular una nueva réplica, cuando quiso darse cuenta se había quedado solo en el salón de su casa. Era la primera vez en años que eso le pasaba y el silencio le aterrorizaba. Pero más le asustó escuchar un fuerte sonido en su cuarto. Unos golpes arrítmicos de algo que caía una y otra vez en el suelo. Sonaba como un mazo golpeando sobre las baldosas incansablemente. Tragó saliva mientras deseaba que su cerebro volviese a obedecerle. Era incapaz de hacer que su cuerpo le respondiese ya fuera para escapar de allí o ir a comprobar que era lo que estaba pasando en su cuarto. Los golpes de tambor se confundían con su pulso en las sienes. Pero finalmente se levantó del taburete y se dirigió a su cuarto. No necesitaba apoyarse en la pared para guiarse por su casa, pero lo hizo porque las piernas le temblaban tanto que sentía que iban a partírsele. “¿Qué plan tengo? Debería irme.” Se decía así mismo sin obedecerse. Pegó la oreja a la puerta. Los golpes habían parado. Tragó de nuevo, un nudo en la garganta hizo que le doliese. Abrió la puerta.
Los ojos de Milo solo le dejaban percibir luces y colores, pero todos desaparecieron de golpe. Una profunda oscuridad le rodeó. Una oscuridad asfixiante, como si tanto la luz como el oxígeno hubiesen desaparecido. Milo quiso gritar pero de su garganta no salió ningún sonido. Tenía tanto miedo que sus brazos y piernas se convirtieron en estacas rígidas clavadas a las baldosas de su habitación. Estuvo unos minutos eternos quieto sin poder mover un solo músculo, sintiendo un enorme peso sobre su coronilla y un asqueroso humo llenándole los pulmones. Algo empezó a subir por su pierna, una brea fría y húmeda que escalaba por el hueco que dejaban la tela del pantalón y su piel. Lo último que apareció fueron las voces. Cientos o miles, imposibles de contar, pero todas horribles como el chirriar de una puerta mal engrasada. Arañazos directos al tímpano con palabras dolorosas. Las rodillas de Milo se doblaron arrastradas por el peso del extraño petróleo. Luego su cuerpo se plegó hacia atrás y su cabeza se golpeó contra el duro suelo. Todas las pesadillas de la ciudad se agolpaban para entrar en él.

Eran tantas y crecían tan rápido que acabaron rompiendo los cristales de la ventana. El sonido se escuchó en toda la avenida, los cristales volaron como diminutas y cortantes estrellas fugaces. Desde el alfeizar el líquido negro, espeso como la miel, empezó a gotear sobre la gente que caminaba en la joven noche. La luz nocturna se quedó paralizada. A su alrededor sus antiguas compañeras empezaban a viajar sin preocuparse por lo que pasaba, algunas miraban curiosas a la ventana, pero luego continuaban con su camino despreocupadas. Podría haberse unido a ellas, perderse para siempre entre los destellos y los brillos de los que nadie se percata. Hubiera sido tan fácil que no lo hizo. En vez de eso buscó al hombre que le había estado persiguiendo. Estaba tan congelado e incrédulo como el rayo de luna. Todos los humanos miraban con la boca desencajada y los ojos demasiado abiertos.
         —¡Tenemos que ayudar a Milo!
         Él intentó buscar al rayo, pero no le encontró entre todos los demás. Visto de cerca era como una versión adulta de Milo, sus ojos eran azules, el rayo se preguntó si los de Milo también lo serían si no tuviese esa niebla cubriéndolos.
         —¿Desde cuándo estás con él? —preguntó sin saber dónde tenía que mirar.
         —No lo sé… Desde hace mucho. Vivía en la habitación con él.
         —¡Ahí era donde se ocultaban las pesadillas! No podían atacar a Milo porque estabas tú, pero se escondían allí, donde no se me hubiese ocurrido nunca buscarlas. Ahora son demasiadas… No voy a poder ayudar a mi pobre nieto…
         La luz estaba empezando a ponerse nerviosa, el único humano que podía socorrer a su amigo ahora estaba paralizado sin saber que hacer. Quería echarse a llorar igual que lo hizo la noche que se quedó atrapado en el marco de la ventana. Hubiera sido tan fácil que no lo hizo. En su lugar voló hasta los restos de cristales rotos que quedaban en la ventana. Por un momento la idea de volver a engancharse le asustó, pero no tuvo tiempo de analizar las posibilidades de que eso pasase. Las pesadillas se desbordaban, viscosas, negras y brillantes como la obsidiana. Ni si quiera las asustaba, eran demasiadas. El destello tuvo que abrirse el paso a golpes, golpes de luz, pequeños fogonazos que le hacían avanzar. Veía las horribles caras llenas de dientes y de ojos vacíos rodeándole. Pero las ignoró hasta que encontró a su amigo tirado en el suelo, doblado de un modo evidentemente doloroso, como un folio de papel usado. El chico movía los labios sin pronunciar ni una sola palabra, hablaba consigo mismo en silencio. Sus ojos se desbordaban, tenía toda la cara empapada. El mundo había dado una brusca frenada. La luz nocturna gritó mezclando los dos idiomas que conocía. Se abrazó a Milo que respiraba como podía en aquel agobiante bucle de oscuridad y risas macabras. Al rayo le hubiese gustado protegerle, o zarandearle hasta que recuperase el sentido. Pero sus manos solo podían atravesarle, porque su roce era eso, luz. Solo podía apartar a las pesadillas más cercanas, intentar consolarle con su nervioso ulular.
         Milo parecía empezar a calmarse movía ligeramente la cabeza de un lado a otro buscando su destello. Aún tras tantos años le parecía imposible que él, paradójicamente, pudiese verle. Cuando pasó los ojos por el rayo sus labios se curvaron ligeramente, de una forma tan suave que hacía falta estar muy cerca para darse cuenta. Levantó la mano, igual que la noche que se conocieron, para acariciar sin tocar su mejilla.
         —Gracias por quedarte conmigo… —murmuró con tan poca fuerza que su voz quedaba oculta entre las lágrimas.
         La luz nocturna sintió esas palabras como cuchilladas cariñosas. Dolorosas y deseadas a partes y iguales. De su garganta invisible salió un llanto de búho. Se escuchó por todos lados, rompió los pocos cristales que quedaban en el cuarto. Alguien le contestó. Era otro búho, otro ulular invisible. Otro rayo de luna había ido a ayudarle. Y otro más. Cientos de rayos de luna que hasta ese momento habían ignorado lo que pasaba. Las luces brillaban entre la brea y el alquitrán de las pesadillas, haciendo que desaparecieran. Haciéndolas pequeñas e insignificantes.
         La Gran Pesadilla hizo acto de presencia. Todas las luces tuvieron que concentrar su brillo para que diese un paso atrás. El rayo de luna se levantó, no iba a dejar que sus hermanos hiciesen todo el trabajo, quería proteger a Milo. Brilló como nunca y saltó contra la Gran Pesadilla atrapándola con sus brazos invisibles. Era fuerte y le hacía daño, pero tenía que proteger a su amigo y no dejarle sólo. Seguía ululando porque la pesadilla quemaba y se reía. Pero tenía que hacerlo. Supo que todo saldría bien cuando vio al cazador de pesadillas llegar con un farol. Lo había visto antes, lo llamaba “jaula de almas”. Solo tenía que empujar al mal sueño hacia él, lo encerraría para siempre. La Gran Pesadilla desaparecería.

Despertó en un sitio que no conocía. En realidad sí lo hacía, pero habían pasado tantos años que no lo recordaba. El suave polvo lunar fue lo primero que logró identificar. Había vuelto a la Luna, su casa. Sus hermanas habían conseguido que volviese allí tras estar a punto de desvanecerse dentro de la jaula de almas.
         La reina de las luces intervino y estaba furiosa porque una de sus hijas hubiese estado entre los humanos. El castigo sería quedarse atrapada en el cielo nocturno, luciendo con las miles de luces que habían hecho lo mismo. Transformada en una estrella. Condenada a mirar a los humanos desde la altura y la oscuridad del cielo negro.
La luz nocturna lloró porque no iba a volver a hablar con Milo. Hasta que recordó que algunas estrellas se fugan. No dejaría solo a su amigo.

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